jueves, 2 de septiembre de 2010

Working out

He llegado a la conclusión de que ir al gimnasio puede ser tanto una tarea monótona y sistemáticamente aburrida como una experiencia llena de emociones intensas y pensamientos de profundidad inusitada. Que sea lo uno a lo otro depende ciertos factores, como el objetivo que se tiene en mente cuando una ejercita o la situación interna de cada una, pero más que nada –y esto es bastante obvio- depende de cuán agotadora sea la ejercitación, en relación a la tolerancia que ofrezca nuestra preparación física. En fin, decir que las clases de aeróbica a las que voy me ponen a reflexionar es poco. Cuando el pasito me está costando, de pronto me encuentro filosofando conmigo misma; se produce en mí un encadenamiento de pensamientos que parecen tener toda la lógica del mundo cuando no la tienen, y de esto me doy cuenta cuando caigo repentinamente en que estoy repasando en mi mente una y otra vez el porqué del color de las paredes del gimnasio, o por qué demonios ese día elegí ese modelo de zapatillas y no otro. Aquí estos pensamientos pierden toda calidad de pasajeros, volviéndose incógnitas de carácter filosófico: hilo finísimo en sus razones de ser, y la falta de respuestas me torturan incesantemente. Es bastante evidente que la naturaleza de todo esto radica en un mecanismo de defensa que fabrica mi mente para sobrellevar el esfuerzo físico, que –pareciera- así resulta menos abrumador.

Por ejemplo, cuando el profesor indica cambio de pasito, me pregunto –es preciso dimensionar la seriedad proverbial de esta pregunta- qué se le cruzó por la cabeza precisamente para asignar ese movimiento y no otro, en ese mismo instante; ¿qué tipo de criterios usa para armar las coreografías? No, pero en serio, ¿por qué carajo ese pasito y no otro? ¿¡Qué tiene de malo el otro?! Y ahí ya está, estamos listos, porque la figura de este hombre es la reflexión más problemática de la hora. De qué modo absurdo ha decidido llevar una vida viviendo de estas clases, de este trabajo repetitivo y alienante, sabiendo que la única forma de airearse un poco es romper con la rutina alternando los míseros pasitos, cuyo rol minúsculo en el universo me consume brutalmente cada clase. Y pará, porque sumado a esta realidad agobiante está el hecho de lidiar con la idea de que en cada una de sus clases hay mínimo 30 mentes con un nivel de actividad mental insuperable, rayando la locura, en plenas reflexiones absurdas, con intensidad comparable al éxtasis de cualquier tipo –y, todo esto, producto del esfuerzo físico desgarrador de sus putas clases. ¡¿Cuán perverso es eso?! Entonces, cuando estoy en la cima de la indignación –cuyas razones desconozco e igualmente ignoro- se da vuelta y logro observarle la cara una vez más, más cínica que nunca y potenciada por todas estas incógnitas internas mías, tan endemoniadamente movilizadoras. Y sé que él sabe. Él sabe cuánto añoran esas almas, perdidas en la fruición que les provoca la idea de un cuerpo perfecto, que NO diga ocho más. Él sabe que ocho más significa que mi mente explote, que a su vez la idea de rendirme gane pregnancia y la que lucha mental contra esto potencie aún más la actividad cerebral que me está asfixiando. Que él sea conciente de esta realidad agobiante, que a su vez sucede simultáneamente en varias docenas más de mentes, me resulta simplemente inconcebible. Sólo el hecho de someter a esta gente a una forma de sufrimiento es macabro –porque sí, por más que sea sufrimiento buscado que con constancia y luego de un tiempo será fructífero blah blah blah, sigue siendo sufrimiento por definición, simplemente porque sucede cada clase-. Entonces, ¡¿cómo puede trabajar de esto?!

Así, puntualmente tres veces por semana, me anonadan las contradicciones, me ahogan los dilemas cuya profundidad emocional supera sin duda alguna el to be or not to be shakespeariano. Ahora bien, cuando se nos ordena tirarnos en la colchonetita a hacer cortitos las pulsaciones bajan, supongo; y mi cuerpo se ve progresivamente menos exigido. Es ahí donde reflexiono sobre mis mismas reflexiones e indefectiblemente arribo a todas estas razones. Claro que la intensidad de estos pensamientos, comparada a la de cinco minutos atrás, es prácticamente nula, y el existencialismo se fue junto con el repiqueteo y las sentadillas…

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